Se reconoce la obra de arte por su vida propia. La obra que no tiene vida no es obra de arte. Mathias Goeritz dice que una verdadera obra de arte posee una vitalidad que la distingue, una chispa que le anima que le permita comunicarse de una manera única e íntima, esa vitalidad no se puede medir ni cuantificar pero se siente, es el latido que percibimos cuando una pintura nos mira de vuelta, cuando una escultura nos habla a través de su forma o cuando una instalación nos envuelve en su atmosfera. La vida en una obra de arte es lo que la hace eterna, lo que la mantiene relevante a través de los tiempos y las culturas. Es la huella de la humanidad, el eco de sus sentimientos más profundos que resuenan en la obra y se extiende y que resuena a quienes la contemplan.

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